¿De dónde viene la carne que comemos? Deforestación y Ganadería Extensiva en Colombia

Deforestación y ganadería en Colombia: conoce cómo la falta de trazabilidad permite que la carne provenga de zonas taladas ilegalmente.

La relación entre deforestación y ganadería en Colombia es cada vez más evidente. Mientras crece el consumo de carne, el país enfrenta una crisis silenciosa: miles de hectáreas de bosque están siendo reemplazadas por potreros en regiones clave de la Amazonía y la Orinoquía. Este artículo explora cómo la falta de trazabilidad efectiva en la cadena ganadera permite que la carne proveniente de zonas deforestadas entre al mercado legal sin control, y qué iniciativas están en curso para cambiar esta realidad.

El consumo de carne en Colombia

¿Alguna vez has pensado de dónde viene la carne que compras en la carnicería del barrio, en el supermercado o en la plaza de mercado?

En Colombia, cada persona consume en promedio más de 17 kilos de carne de res al año, lo que la convierte en una parte esencial de nuestra dieta (Econexia,2025). Sin embargo, pocas veces nos preguntamos de dónde viene la carne, es decir, más allá del carnicero al que se la compramos. De manera muy resumida, el ciclo de producción ganadero incluye tres etapas: cría, cuando el ternero nace y permanece con su madre; levante, cuando crece y se alimenta hasta alcanzar un peso adecuado; y ceba, donde se prepara para el sacrificio. Aunque estas etapas parecen lineales, en la práctica el trayecto del animal puede ser fragmentado y atravesar diversas regiones del país.

La trazabilidad, es una herramienta que nos permite rastrear e identificar el origen de los productos que consumimos, y en el caso de la industria ganadera colombiana, se ha convertido en una preocupación ambiental, legal y política. Esto se debe a que la realidad es que la mayoría de colombianos no tenemos certeza de cómo fue producida la carne que consumimos o qué huella dejó en su camino.

Cómo se pierde el rastro del ganado

Ahondando un poco más en el recorrido de la carne antes de llegar a nuestro plato, este es incluso más largo de lo que parece en la superficie. El ciclo productivo no siempre ocurre en un solo lugar: un animal puede nacer en una finca ubicada en una región particular, luego ser criado en otra completamente diferente, engordado en una tercera finca y finalmente puede ser transportado a un matadero en otro municipio más. Este tránsito entre predios —unidades de producción ganadera— no deja un registro ambiental claro, ni mucho menos una historia continua que permita rastrear su origen real. Como explica el analista Cristian Salas (FCDS), “cada vez que un animal se moviliza, su historia ambiental se corta”. Solo cruzando múltiples bases —vacunación, movilización y datos de cobertura boscosa— se puede reconstruir su trayecto, algo que hoy no está institucionalizado.

Aquí es cuando aparece la complicada figura de los intermediarios, ya sean las subastas ganaderas, los acopiadores informales o comerciantes sin registro. Estos pueden comprar animales en zonas ambientalmente críticas o de reciente deforestación y los venden en regiones sin antecedentes ambientales, haciendo que se pierda toda la información respecto al problemático origen del animal.

Lo que normalmente se informa al consumidor corresponde al último punto de contacto en la cadena, generalmente el predio de ceba o el frigorífico, lo que borra todo el pasado del animal y con él, la tierra que ocupó. Esta desconexión permite que ganado proveniente de zonas altamente deforestadas, como Meta (o regiones con selva Amazónica como Caquetá y Guaviare), se desplace hacia regiones sin antecedentes ambientales, legitimando así su entrada a los circuitos legales de comercialización.

En regiones como San Vicente del Caguán, hay cientos de veredas que ni siquiera están georreferenciadas oficialmente. Si un predio no tiene ubicación exacta, no hay forma de saber si hubo deforestación ni de verificar el historial del ganado que allí pasó.

Desde regiones como Guaviare, los líderes ganaderos advierten que satanizar la ganadería sin reconocer su arraigo histórico y su peso económico local solo profundiza la desconexión entre política nacional y realidad territorial.

Deforestación y ganadería extensiva: un modelo para acaparar tierra

Lo más paradójico es que esta expansión ocurre incluso cuando ya existen alternativas claras para aumentar la productividad ganadera sin necesidad de talar una hectárea más, como señalan las personas detrás del Aval Ganso o los encargados de sostenibilidad de Fedegán. Ya no se tala solo para sembrar pasto ni para criar más ganado.

En muchos casos, la ganadería cumple una función distinta: legitimar la ocupación ilegal de tierras que pertenecen a la Nación. En zonas como Mapiripán, el bajo Putumayo o Catatumbo han reemplazado cultivos ilícitos por inversión ganadera, no como estrategia alimentaria sino como forma de blanqueo de capital ilegal. Después de la tala, se introducen reses como estrategia para justificar un uso productivo del terreno, lo que permite cercarlo, fraccionarlo y eventualmente solicitar su legalización o venta, en muchos casos aprovechando vacíos legales sobre tenencia de tierras y normas de titulación predial. Este patrón se repite especialmente en zonas protegidas como parques naturales, reservas forestales y baldíos, donde el bosque es reemplazado por potreros silenciosos. La ganadería extensiva, cuando no está regulada ni vinculada a sistemas de trazabilidad confiables, se convierte en una fachada productiva: no busca necesariamente producir carne, sino marcar territorio. En este contexto, la carne no es el objetivo final, sino la cobertura visible de un modelo territorial más profundo.

Por qué la trazabilidad ganadera actual no frena la deforestación

Parte del problema radica en que los sistemas existentes para rastrear el ganado en Colombia no fueron diseñados para responder a los desafíos ambientales que enfrentamos hoy. El principal mecanismo oficial, conocido como SINIGAN (Sistema Nacional de Identificación e Información del Ganado), fue creado con un enfoque sanitario: registra las campañas de vacunación y, en algunos casos, los movimientos de animales para prevenir brotes de enfermedades como la fiebre aftosa. Pero este sistema no registra el predio de nacimiento, ni su historial geográfico completo, ni mucho menos si las tierras por las que transitó fueron deforestadas, ocupadas ilegalmente o ubicadas dentro de áreas protegidas.

En realidad, el sistema de trazabilidad en Colombia fue construido de forma fragmentada, con plataformas diseñadas para funciones distintas y sin interoperabilidad efectiva. SINIGAN, SNIITA, las Guías Sanitarias y el Sistema de Monitoreo de Bosques (SMBYC) operan como islas, sin una integración que permita contar con una trazabilidad predial, ambiental y comercial robusta. Para que exista una trazabilidad con sentido ambiental, sería necesario identificar el predio y el animal de forma única, establecer una línea base de cobertura forestal, aplicar monitoreo satelital continuo y cruzar esa información con el comercio posterior del producto.

Otros mecanismos como el protocolo MRV —implementado como parte de los Acuerdos de Cero Deforestación— han intentado llenar esos vacíos, pero hasta ahora su uso ha sido limitado, voluntario y focalizado en ciertas regiones. En el marco de este protocolo se definieron las Zonas de Alta Vigilancia (ZAV), áreas críticas de deforestación que deben ser monitoreadas de forma satelital a través del Sistema de Monitoreo de Bosques (SMBYC). Sin embargo, en la práctica, la presión sobre el bosque se está desplazando hacia predios fuera del alcance del protocolo, generando un fenómeno de evasión institucional, en el que los actores responsables de la deforestación logran reubicarse fuera del radar del Estado, moviéndose más rápido que la política pública.

En este laberinto institucional, la información existe de forma dispersa, pero no se cruza, no se exige ni se convierte en política pública efectiva.

Y lo más grave: tampoco es pública. A pesar de que el sistema de trazabilidad debería estar al servicio del interés general, el acceso a datos sobre predios, movimientos de ganado o zonas de riesgo ha sido bloqueado recurrentemente por el ICA y algunos actores privados, quienes invocan la Ley de Habeas Data para restringir el acceso a información que debería ser de interés público. Esta interpretación, que equipara los datos de trazabilidad con información personal protegida, ha impedido que periodistas, organizaciones sociales y ciudadanos puedan ejercer un control efectivo sobre el origen de la carne. Según Cristian Salas, “solo con una llamada de alguien del más alto nivel del Ministerio podrías conseguir algo”.

Mientras tanto, el ganado sigue moviéndose sin que nadie, ni siquiera el Estado, pueda contar su historia completa.

 ¿Quién se beneficia del sistema actual?

Como señalamos anteriormente, detrás de cada hectárea de bosque talada no siempre hay un campesino buscando subsistencia, existen estructuras organizadas que se benefician del vacío institucional. En muchas regiones de la Amazonía y la Orinoquía, la ganadería extensiva ha sido utilizada como fachada para facilitar el acaparamiento ilegal de tierras públicas. Con frecuencia, detrás de la motosierra y el cercado están actores con poder económico, político o criminal: inversionistas que financian la deforestación, redes que controlan subastas y comercialización informal, o incluso autoridades locales que se benefician de la ocupación. Esto no significa que toda la ganadería extensiva opere así. Pero el modelo actual permite que algunos lo hagan sin consecuencias. En ese tránsito opaco, mientras la carne circula sin historia, lo que realmente cambia de manos es el territorio.

Además, el abandono del campo por parte del Estado ha debilitado profundamente las condiciones para una producción ganadera planificada, acompañada y sostenible. A esto se suma que muchos jóvenes ya no se interesan en continuar con estas actividades, lo que ha envejecido la base productiva del campo. En ese vacío generacional y político, actores con mayor poder económico encuentran el camino libre para expandir modelos extensivos sin control ambiental ni planificación territorial.

En paralelo, el escenario internacional también ha acelerado el debate. La reciente regulación de la Unión Europea contra la importación de productos asociados a la deforestación ha sido un catalizador clave para promover transformaciones internas en países productores como Colombia. Además, embajadas como las de Noruega, Reino Unido y Alemania también expresaron interés en respaldar este proceso de transformación institucional.

Hacia una trazabilidad ambiental real: el proyecto de ley en curso

Frente a esta realidad, ya hay esfuerzos en curso para cambiar las reglas del juego. En este momento, el Congreso de la República estudia un proyecto de ley de trazabilidad ambiental ganadera: una herramienta que permitiría saber desde qué predio se origina cada animal, si ese territorio fue deforestado y si el producto final cumple con criterios de legalidad y sostenibilidad. La iniciativa, liderada por los congresistas Juan Carlos Losada y Julia Miranda, propone integrar sistemas de monitoreo existentes, hacer obligatorio el uso del Sello Ambiental Colombiano, e impedir la comercialización de carne proveniente de zonas protegidas o taladas recientemente.

Este sello se basa en la Norma Técnica Colombiana 6550:2021, que establece criterios para una producción ganadera libre de deforestación, con trazabilidad predial y garantías sociales y ambientales. Sin embargo, muy pocos consumidores conocen esta etiqueta, y su implementación aún no ha sido institucionalizada ni difundida con claridad.

Aunque la existencia de este sello es un paso importante, el modelo de carne con trazabilidad y prácticas sostenibles implica mayores costos de producción, especialmente para pequeños ganaderos que buscan certificarse. El problema es que la mayoría de consumidores aún no prioriza el origen al momento de comprar carne, lo que dificulta la viabilidad económica de iniciativas más responsables, que no encuentran suficiente respaldo en el comportamiento de compra.

Del otro lado, muchas empresas de retail tampoco tienen incentivos reales para cambiar sus prácticas de abastecimiento, a menos que exista una regulación clara que lo exija. Por eso, más allá del símbolo, el sello necesita estar acompañado de políticas públicas que alineen los precios, las exigencias y las expectativas.

Actores locales han propuesto esquemas de precio diferencial como incentivo tangible para quienes conservan bosque. La posibilidad de recibir un pago mayor por prácticas sostenibles podría marcar la diferencia en territorios donde el mercado aún no reconoce esos esfuerzos. A nivel gremial, también han surgido esfuerzos de autorregulación como el Aval Ganso, una iniciativa que promueve la producción ganadera libre de deforestación mediante el monitoreo ambiental, social y predial. Sin embargo, este tipo de esquemas aún carece de los incentivos necesarios para ampliar su alcance a pequeños y medianos productores.

Por su parte, la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán) ha tenido participación técnica en el desarrollo del proyecto de ley, defendiendo la trazabilidad predial e individual, y buscando su alineación con los estándares internacionales de sostenibilidad.

La inclusión obligatoria del sello en el proyecto de ley busca precisamente convertirlo en una herramienta real de transformación, que el consumidor pueda reconocer, exigir y valorar más allá del símbolo.

De aprobarse, esta ley podría ser un punto de inflexión para el país: no solo permitiría cumplir con compromisos internacionales de conservación, sino también devolverle al consumidor y al Estado la posibilidad de fiscalizar lo que sucede en el territorio. Porque al final, la trazabilidad no se trata solo de datos: se trata de proteger lo que nos pertenece a todos.

Comparte en:

También puede gustarte